Una tarde en Plaza Botero
Crónica hecha a partir de un ejercicio de observación del entorno, una tarde de mayo de 2015, en la Plaza Botero de Medellín. Fotografía: Edwin Gómez.

Son las dos y algo de la tarde, me encuentro en la emblemática Plaza de Botero, en pleno centro histórico de Medellín. Observo el panorama a través del lente de mi cámara con la que voy capturando escenas que descubro a lo largo y ancho de la plazoleta. Sentado afuera de la entrada al Museo de Antioquia, aprecio con detalle la arquitectura del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe que está en frente; entretanto, las imponentes gordas de Botero me permiten algunas fotografías y me mantengo atento a los transeúntes que cruzan la plazoleta.

Pasa un rato hasta que veo varios hombres tomando fotos, dos de ellos con apariencia de turistas extranjeros, entonces, me paro de la silla y camino en dirección a ellos. Haciéndome el distraído con mi cámara, los miro con discreción y pienso en algo que pueda iniciar una conversación; al escuchar que hablan en inglés me arrepiento de intentar dirigirles la palabra pero, luego, decido atreverme y les hablo en su idioma con una fluidez aceptable, ellos me contestan de manera cortés y empezamos a intercambiar palabras. Por fortuna la charla se hace amena, me cuentan que son mochileros que están de paso por Colombia como parte de una aventura por Suramérica y se muestran complacidos de conocer la ciudad. Quiero seguir con la conversación pero siento que me quedo sin ideas, la incomodidad que me produce no tener mayor fluidez verbal me previene de hacer el ridículo y prefiero despedirme, pero antes les pido que me concedan algunas fotografías como evidencia de este breve intercambio cultural. Finalmente los dejo seguir en lo suyo y continúo observando lo que hay alrededor.

En el momento en que tomo otras fotografías de la plazoleta, un hombre aparece de improvisto frente a mí y me pide dinero, le finjo que no tengo y lo miro con recelo, sosteniendo con fuerza mi cámara pero sin demostrarle miedo. Él insiste una vez más en que le dé, aunque sea, una moneda y le repito que no tengo, le digo que ando sólo con los dos mil pesos del pasaje para el bus, lo que por obvia razón él no se cree mientras espera que yo le dé algo. De repente me entra la curiosidad y me dispongo a entablar una conversación con él, así que le pregunto con tranquilidad el porqué de su situación. Él, con un aspecto de abatimiento empieza a contarme su historia. Me responde que es por una mujer a quien le entregó y lo perdió todo con el sueño de formar un hogar, se fueron a vivir juntos hace cinco años y desde ahí empezaron el camino hacia la autodestrucción. Ella, cuyo nombre nunca me dice, es de Cúcuta, es trabajadora sexual y consume drogas.  

Antes de continuar con el relato me hace caer en la cuenta que aún no nos hemos presentado. Se llama Javier y tiene 23 años. “La conocí puteándose en un hotel”, continúa con toda naturalidad, y que lo hace tanto por necesidad como por ambición. Ella comenzó a insinuársele, le decía que lo deseaba y quería una relación con él; Javier, inocente y cansado de la soledad de la calle, creyó en ella. Estuvieron juntos ocho meses hasta que ella lo dejó. Javier me cuenta esto con la voz entrecortada y al verlo impotente, prefiero cambiar de tema y que me hable de otra cosa. No habla con su familia desde que dejó su casa en el barrio Pedregal a los 19 años. Entre otras cosas habla de cómo es su vida en la indigencia. Vivir en la calle lo ha dejado varias veces al borde la de la muerte. Me cuenta que hay habitantes de calle que son capaces de matarse entre ellos mismos por robarse el poco dinero que consiguen para conseguir algo de comida pero, principalmente, para comprar bazuco. 

En los últimos dos meses ha recibido dos puñaladas, una en la espalda y otra cerca al corazón, la primera casi lo deja inválido. Javier asegura que cuando logra reunir algo de dinero, compra comida y, lo que le sobra, en sus propias palabras, “se vuelve humo”. Impresionado por lo que me cuenta, me quedo por un instante sin saber qué decir, tratando de hacer otra pregunta que no me haga quedar como tonto frente a él. Y, justo cuando quiero continuar escuchándolo, se acerca un policía a prevenirme y me pide que me aleje de él, yo le explico que no pasa nada malo, pero Javier, temiendo meterse en problemas, prefiere despedirse y alejarse. Me queda la incertidumbre de conocer el resto de su historia, lo cual me decepciona, entonces continúo recorriendo la plazoleta y, entretanto, veo que Javier sigue rogando por monedas ante la negativa de la gente. Yo me quedo pensando en todo lo que él acaba de contarme, tomo algunas fotos más y guardo mi cámara ante la advertencia de otros cuatro policías sobre el peligro al que me expongo. Sin duda fue un día inolvidable, el primero en el que aprendí a mirar con otros ojos la cruda realidad de la vida en las calles de la ciudad.
UNA TARDE EN PLAZA BOTERO
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